Hablar de
literatura artúrica es hablar sobre todo de roman
courtois; es decir, de aventura y corte, de textos escritos para un
estamento social que recuperaba los refinamientos de la cultura y reaprendía a
disfrutar de la vida y el ocio. Es acercarnos a una literatura de elites que
gustaba de marcar con precisión la pertenencia de sus personajes a una minoría
privilegiada que podía disponer de una enorme variedad de todos aquellos bienes
y deleites que a la mayoría le estaban vetados, y que lo hacía con detalladas
descripciones de las ropas, los castillos o los caballos. En estos
textos, en los cuales ser un guerrero ya no era suficiente para convertirse en
héroe y era necesario ser un caballero para ser reconocido como tal, los
banquetes se convirtieron en uno de los actos sociales más importantes para
probar la valía. Era en este espacio, salpicado de capones asados y lustrosos,
de aves sazonadas con clavo, pasteles de puerco y corzo y caza frotada con
pimienta, donde se bebían vino, sidra y cerveza especiados y donde las frutas –frescas,
secas o cocidas– y las tortas se perfumaban con miel, jengibre, canela y nuez
moscada, donde un caballero podía esperar que se abriera la oportunidad de la
aventura venidera o el momento para contar la pasada y obtener así el triunfo
social que lo podía hacer merecedor de las grandes recompensas por las que se
batallaba tanto: armas, caballos, una mujer, un feudo.
Dice Chrétien en Erec y Enide:
El criado preparó en la cocina carnes y aves para cenar [...]. No tardó en prepararlo y lo dispuso rápidamente, y coció y asó la carne. Cuando tuvo la comida preparada tal como se le había encomendado, les ofrece agua en dos recipientes; la mesa, el mantel [el pan y el vino] y las bandejas fueron apareados y puestos enseguida, y ellos se sentaron a comer... (70).
Y no estamos ante un banquete, se trata sólo
de una cena muy sencilla, que se prepara de prisa en casa de un valvasor pobre
que no tiene más criado que aquel que prepara y sirve la comida. Cena simple que puede incluir únicamente “pan, vino y caza” (Erec, 100), lo esencial, pero cuya
combinación puede hacerse tan variada como se quiera: las carnes y
aves pueden ser de varios tipos (de corral y de caza, servidas en ese orden y
en estricta formación según su rareza) y
estar asadas o cocidas, muchas veces hervidas en leche y hasta con salsas (a
saber: salsa de sal, de pimienta, de vino o de especies mixtas). No hay que
olvidar que la cosas cambian si se está en vigilia: “era un sábado por la
noche; comieron pescado y fruta, lucio y perca, salmón y trucha, y luego, peras
crudas y cocidas” (Erec, 145).
Sencillez
abrumadora, si tomamos en cuenta que en la mesa es cualquier caballero o
doncella acomodado podemos esperar que las cosas se vuelvan más complejas:
Y he aquí que el huésped volvió de la cocina; la comida estaba a punto y pidió el agua que, en seguida, le trajeron. Cuando se hubieron lavado, se sentaron. Los sirvientes pusieron los manteles blancos y bellos, y saleros y cuchillos, luego el pan, y más tarde el vino en copas de plata y oro puro. No quiero entretenerme más en explicaros los platos uno a uno, sino os diré que hubo gran cantidad de carne y pescado, aves asadas y caza, y comieron muy alegremente. Mucho se afanó el huésped en que Gauvain y la doncella bebieran, recordándole a ella que se dedicara por completo al caballero (Caballero de la espada, 8).
Y así, aparecen
elementos indispensables en toda mesa cortés: manteles blancos, escudillas con
agua para lavarse, servicio de oro y plata y, lo más importante, la compañía de
una hermosa doncella. Asunto, éste último, peligroso, pues es durante la cena
que un caballero debe hacer gala de toda su cortesía, y los buenos modales
imponen que se debe requerir de amor a la doncella que en suerte ha sido sentada
a su lado. Y uno nunca sabe que trampas guardan a cada doncella. Una mesa
cortés siempre alberga, junto a los platos, las aventuras.
Por lo que toca
al menú, de una mesa tan cortés es posible esperar ciervo, “grullas, avutardas
y pavos, cisnes, ocas y capones, gordas gallinas y perdices” (Jaufré, 64) , “jamón y aves grasientas”
(Renaut de Beaujeu, El Bello Desconocido, 16) lucios y truchas (Erec,
145) y tal vez ostras y otros “frutos de mar” (Cementerio peligroso, 130):
“en gran abundancia [...] pan y vino, carne y pescado, aves asadas y
caza y todo cuanto desearon. Muy bien les hizo servir el huésped con alegría y
deleite. Luego les sirvieron gran cantidad de fruta” (Cementerio peligroso, 38), o incluso “una copa de oro puro, llena
de muy buen vino. Dentro de un recipiente blanco vio flanes, pasteles, aves,
pimienta y tocino” (Cementerio peligroso,
38). La vida de castillo en castillo es para el caballero errante también un
viaje de mesa en mesa; tanto es así que “muy buen y hermoso hospedaje encontraron,
y muy a gusto pasaron la noche, pues se hizo todo cuanto desearon. Pero para no
alargar mi cuento no voy a describir todos los manjares, las buenas carnes, los
frescos pescados, caza, aves, cuyo servicio fue muy hermoso” (Cementerio peligroso, 72).
Así, en el roman courtois, la mesa se convierte en
el espacio donde se consagran las aventuras, y es alrededor de la mesa, de las
mesas -la redonda y las largas-, del rey Arturo es donde se tejen las
historias maravillosas que fueron parte tan importante del imaginario del
Occidente medieval. Alrededor de esa comida franca y contundente que se
repartía con generosidad se creó el ensueño de la caballería, es por ello que
adentrarse un poco en sus usos y variedades puede ser un buen pretexto para
descubrir a qué temía el hombre medieval y a qué aspiraba: a no tener hambre, a
encontrar viandas variadas o la salvación, a no volverse loco, a encontrar
mujer y feudo, a ser el caballero que el ideal había convertido en el modelo de
hombre para esa sociedad. Y todo esto de la mano de un buen trago de hipocrás y
un pastel de carne.
Obras Citadas
El caballero de la espada. Ed. Isabel de Riquer. Siruela, Madrid, 1984.
El cementerio peligroso. Ed. Victoria Cirlot, Siruela, Madrid, 1984.
Chrétien de Troyes, Erec y Enid, ed. Carlos Alvar. Editora Nacional, Madrid, 1982.
Jaufré.
Trad Fernando Gómez Redondo. Gredos, Madrid, 1996.
Renaut de Beaujeu, El Bello Desconocido, ed. Victoria Cirlot, Siruela, Madrid, 1983.
* Para la elaboración de esta nota usé como base mi artículo "Banquetes de
la Tabla Redonda. La comida en el roman
artúrico” (publicado en Sara Poot-Herrera, ed. En
gustos se comen géneros. Actas del Congreso Literatura y Comida. Instituto de Cultura del Estado de Yucatán / Universidad de California, México,
2003, t. 3, pp. 3-21) que puede consultarse entero en: http://www.academia.edu/11772797/_Banquetes_de_la_Tabla_Redonda._La_comida_en_el_roman_art%C3%BArico_ .
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