miércoles, 25 de abril de 2018

SIR ORFEO (traducción: Ana María Morales)


A menudo leemos lais para arpa que fueron escritos para contarnos cosas maravillosas. Algunos fueron hechos para gozar, otros para sufrir, otros como enseñanza o engaño, de burlas y obscenidades, otros de cosas encantadas, pero sobre todo fueron hechos para hablarnos de amor. Fueron escritos en Bretaña, ahí esas historias eran conocidas desde antiguo; cuando los bretones oían de alguna aventura de los viejos tiempos, tomaban sus arpas y alegremente hacían un lay y le daban un nombre. Yo puedo hacer igual, aunque no todo lo que ellos hacían. Ahora les contaré, mis señores, de sir Orfeo.

Orfeo fue un rey de Inglaterra, un robusto y osado hombre, generoso y cortés. Su padre descendía del rey Plutón, su madre de Juno, a los que alguna vez se consideró dioses. De todas las cosas, lo que más amaba Orfeo era tocar el arpa y honraba mucho a todo buen arpista; pero, en ningún sitio había otro mejor que él. Oyéndolo, sintiendo la alegría y melodía de su música, cualquier hombre podría pensar que estaba en el Paraíso.
   Este rey vivía en Tracia, un poderoso reino ahora llamado Winchester. Tenía una noble reina llamada Heurodis, la más bella de las damas, llena de amor y gentileza. En el mes de mayo, con su calor y días felices, cuando es evidente que el invierno se ha ido, cuando los campos florecen y los árboles echaban flores, la reina Heurodis y dos de sus doncellas salieron una mañana a un huerto a ver las flores y oír cantar a los pájaros. Ellas se sentaron juntas bajo un árbol muy alto y la reina se adormeció sobre la hierba. No osando despertarla, las doncellas la dejaron dormir hasta la tarde. Pero cuando despertó, estalló en lágrimas, gritando y retorciéndose, arañando su cara hasta hacerla sangrar y desgarrando sus ricos vestidos en pedazos. Estaba comple-tamente fuera de sí. No osando quedarse con ella, las doncellas corrieron al palacio por ayuda. Caballeros y damas, y más de sesenta doncellas, corrieron al vergel, tomaron a la reina y rápidamente la condujeron a su cama.
Cuando Orfeo oyó esto, nunca estuvo más triste. Con diez caballeros fue a su cámara y cuando la vio sintió gran piedad.
–“Querida, vida mía” –le dijo– “¿qué te preocupa? ¿Porque gritas, tú que siempre estás tan tranquila? Tu blanco cuerpo está desgarrado por tus uñas. Tu otrora rosado rostro está pálido y marchito, tus pequeños dedos tienen sangre en ellos. Tus amados ojos me ciegan, me amenazan como si fuera tu enemigo. Te lo ruego, detén este lastimoso clamor y dime qué te ha sucedido y cómo puedo ayudarte.” 
Por fin, ella se calma y detiene sus sollozos, dice: “¡Ay!, mi señor, sir Orfeo, desde nuestro primer día juntos, nunca hemos estado separados; te he amado como a mi vida y tú me has amado también. Pero ahora debemos separarnos. Debes quedarte solo, porque yo debo irme”.

–“¡Ay!” –dice él– “entonces estoy perdido. ¿Dónde irás y con quién? A donde vayas, iré contigo; a donde vaya yo, tú también irás”.
–“No, no, mi señor, eso no. La verdad es ésta: cuan-do me dormí esta mañana en nuestro huer-to, dos bellos caballeros, fuertemente armados, se me aproximaron rápida-mente y me llamaron para ir con su señor y rey. Dije que no quería y no podía. Ellos cabalgaron alejándose rápido, pero rápido vino su rey con más de cien caballeros y cien damas, todas cabalgando sobre corceles blancos como la nieve y con ropas blancas como la leche. Nunca había visto criaturas tan bellas. La corona del rey no era de plata u oro, u oro rojo: era una joya preciosa, brillante como el sol. Quisiera o no, me hizo montar sobre un pala-frén. Me llevó a su palacio, me mostró sus castillos y torres, ríos, bosques, campos en flor, sus caballos espléndidos. Me trajo de nuevo a nuestro propio huerto y me dijo: ‘Dama, mañana espera aquí, bajo este mismo árbol; vendrás a vivir con nosotros para siempre. No importa si tratas de impedírnoslo, de donde estés te llevaré, aunque tus miembros se rompan en pedazos. Nadie puede salvarte’”.
Entonces, el rey Orfeo gritó: “¡Ay, ay! Triste de mí. Más rápido querré perder mi vida que perder a mi mujer, la reina”.
Entonces tomó consejo con cada uno de sus hombres, pero no hubo uno solo que pudiera ayudar-los. En la mañana, a medio día, Orfeo tomó sus armas y con mil caballeros, cada uno armado y torvo, fue con la reina al árbol. Hicieron una muralla de escudos y cada hombre dijo que prefería morir antes que entregar a la reina. Pero ella ya había sido arrebatada, robada mágicamente, y ninguno supo a donde había ido. ¡Qué gritos, qué lágrimas y duelo hicieron! El rey fue a su cámara y como se lamentaba y con tal frecuencia se desmayaba en el piso de piedra estuvo cerca de perder la vida.
Reunió a sus barones, condes y duques de renombre, y les dijo: “Señores, yo os ordeno aquí que en adelante mi senescal tenga mi reino. Él lo defenderá en mi lugar. He perdido a mi reina, la más bella de todas las damas y no veré a mujer alguna de nuevo. Iré a la floresta desierta, a vivir con las bestias en el bosque viejo. Cuando oigan que he muerto, llamen a cortes y escojan un nuevo rey. Hagan lo mejor que puedan con todas mis posesiones”.
El salón se llenó con lamentos y sollozos. Jóvenes y viejos difícilmente podían hablar una palabra por las lágrimas. De rodillas le rogaron que no se fuera, pero él los hizo desistir diciéndoles: “Esto es lo que debo hacer”.
Con eso, dejó abandonado su reino. Tomando un manto de peregrino, sin capa ni caperuza, sin llevar nada con él salvo su arpa, salió por el puente del castillo, descalzo y totalmente solo. Triste lloraba y bastante triste era que él, que había sido coronado como rey, tan desgraciadamente se hubiera separado de su pueblo. En la foresta, en medio de los árboles y matorrales, va, sin encontrar nada, pero teniendo miseria. Él, que acostumbraba suaves pieles y dormía sobre una cama púrpura, yace ahora sobre la dura tierra y se cubre con hojas y hierbas. Él, que poseía castillos y torres, bosques, campos floridos, ahora, cuando aparece la escarcha y empieza a nevar, debe hacer su cama con musgo. Él, ante quien se inclinaban antiguamente nobles caballeros y damas, sólo ve serpientes salvajes deslizarse ante sí. En lugar de la abundancia que tuvo alguna vez para comer y beber y todas esas cosas deliciosas, debe ahora cavar y excavar ante él buscando raíces suficientes para comer. En el verano vivía de frutas silvestres y pobres bayas; en invierno, raíces, hierbas y corteza de árbol era todo lo que podía encontrar. Por cada pena su cuerpo se gasta y por eso se va alejando. Señor, ¿quién podría contar lo que este rey sufrió por diez años y más? Su barba, negra y áspera, creció hasta su cintura. Su arpa, que es su único solaz, la escondía dentro del hoyo de un árbol e inmediatamente que el día brillaba la sacaba y tocaba cerca de él, para su propio deleite. Como ese sonido atravesaba el bosque, para alegrarse las bestias salvajes se agrupaban a su alrededor, los pájaros se juntaban en espesa nube a oír la música de su arpa. Pero cuando se detenía, ninguna criatura permanecía con él.  



    A veces, en medio del caluroso verano, Orfeo veía al rey de las hadas y su compañía pasando a cazar; desmayadamente oía sus gritos, los llamados de sus cuernos, los ladridos de sus perros, pero nunca los veía tomar una pieza, ni supo nunca a donde iban. Otra vez, vio una gran reunión, mil caballeros bien armados, se veían fieros y valientes, con las espadas en la mano y los estandartes flotando ampliamente, pero nunca supo a donde iban. En otra ocasión, vio caba-lleros y damas, ricamente vestidos, bailando juntos con habilidosa destreza, con timbales y trompas; y también tocaron toda clase de música.
Un día especial, vio sesenta damas juntas, sin ningún varón entre ellas. Y todas cabalgaban alegremente, gentiles como pájaros sobre una rama. Cada una llevaba un halcón sobre su muñeca, pues habían ido a cazar a lo largo del río. Habían tomado pájaros en abundancia, patos, garzas, cuervos marinos. Si el pájaro se levanta del agua, los halcones lo arrebatan; y cada una cobró su presa. Orfeo sonrió al verlas.
“Por mi honor” –dijo– “he ahí un bello pasatiempo. Iré hacía allá, pues yo también lo acostumbraba”.

Se levantó atraído hacia ellas, pero cerca vio a su reina, la dama Heurodis. Ansiosamente él la miró y ella a él, pero no se dijeron ni una palabra. Cuando ella vio cuán miserable estaba quien había sido tan rico y tan exaltado, derramó lágrimas. Las otras damas, viéndolo, la hicieron cabalgar. Con él no pudo quedarse.
–“¡Ay, qué triste estoy! Infeliz de mí”, dijo, “¿Por qué la muerte no me toma ahora?, ¿porqué no puedo morir? Demasiada larga ha sido mi vida cuando no oso decirle una palabra a mi propia mujer, ni ella a mí. ¿Porqué no se rompe mi corazón?” Pero lo que sea que haya sucedido y quienquiera que sean esas damas cabalgando, están en el mismo camino por el que iré. Por la vida, por la muerte, no me guardaré ahora”.
Entonces, con rapidez se puso su capa de peregrino y, con su arpa colgada a la espalda, se apresuró. Ni tronco ni piedra podían detenerlo. Llegó a una roca por donde las damas cabalgaron, él no esperó ni un momento para seguirlas. Y anduvo tres millas más, hasta que llegó a una bella tierra, tan brillante como un día de verano, verde, llana y lisa. Ahí no había ni colinas ni cañadas. Un castillo real, maravillo-samente alto, se levantaba en medio, sus muros exteriores eran limpios y brillantes como de cristal. Tenía un centenar de torres con fuertes almenas y murallas rodeadas de fosos, altos contrafuertes ricamente arqueados con oro rojo. Toda clase de animales estaban esculpidos sobre la bóveda y el espacioso salón estaba construido de piedras preciosas; la columna central era de oro bruñido. Esa tierra siempre estaba iluminada, pero, cuando pudiera oscurecerse, en la noche, las piedras preciosas relumbraban tan brillantes como el sol a mediodía. Nadie podría contar o imaginar cuan maravilloso era. Para Orfeo parecía la misma corte del Paraíso.
Las damas descendieron a ese castillo y Orfeo espero para seguirlas. Llamó en el puente y el portero le preguntó que deseaba.
–“Vedme, soy un juglar” –respondió–. “Si quisiera tu señor, yo lo deleitaría con mi música”.
Entonces el portero bajó el puente y lo llevó dentro del castillo.
Orfeo miró a su alrededor y vio acostada en medio del patio a gente que se suponía muerta, pero no lo estaba. Todos ellos habían sido llevados ahí. Algunos se hallaban sin sus cabezas, algunos no tenían brazos; otros tenían heridas de parte a parte de su cuerpo; algunos yacían sin movimiento; algunos completa-mente armados, sentados sobre sus caballos; algunos habían sido raptados extrañamente, mientras comían; o ahogados en el agua o doblados sobre el fuego; viudas yacían en cunas, muertas o locas. Muchos yacían acostados justo como estaban al mediodía. Como cada uno estaba cuando las hadas los tomaron para llevárselos a su mundo, así estaban ahí. 


     Orfeo vio a su amada, su esposa, bajo un árbol. La conoció por sus ropajes. Cuando él vio todo esto, se arrodilló ante el rey.
–“Mi señor” –le dijo– “si quisierais, yo podría mostraros mi arte de juglar”.
–“¿Quién eres tú?” –preguntó el rey– “nadie viene aquí si yo no le he mandado buscar. Desde que empezó mi reinado, nunca, nunca, encontré a nadie tan loco como para osar venir aquí  si yo no mande por él”.
–“Mi señor, creedme” –replicó– “sólo soy un pobre juglar y he ofrecido mis servicios en muchas casas de señores, porque es nuestra costumbre. Cuando no somos mal recibidos, podemos ofrecer nuestras canciones”.
Se sentó ante el rey y tocó tan dulcemente su arpa, con tal habilidad y armonía, con destreza, con seme-jante embeleso que las notas sedujeron a todos en el palacio, quienes lo oyeron se acostaron a sus pies. El rey oyéndolo, permaneció encantado. Disfrutó oyendo su música y también lo hizo su orgullosa reina.
Cuando Orfeo dejó de tocar el arpa, el rey le habló así: “Juglar, tu música me ha gustado mucho. Pídeme lo que desees y te lo daré”.
–“Sir” –replicó Orfeo– “os suplico, dadme a esa dama tan bella de rostro que duerme bajo el árbol alto”.
–“No, no” –gritó el rey–  “eso no puede ser. Una lamentable pareja serían ustedes, tú tan sucio y desgarrado y ella tan hermosa, sin una mancha. Sería cosa odiosa verla en tu compañía”.
–“¡Oh gentil rey!” –dijo entonces Orfeo– “la más odiosa cosa que podía oír la has dicho: una mentira. Justo ahora que has dicho que te pidiera lo que quisiera. Por necesidad deberías sostener tu palabra”.
–“Puesto que así es” –replicó el rey– “tómala de la mano y vete. Y que puedas gozarla”.
Orfeo se inclinó y le dio las más reconocidas gracias. Tomó la mano de su mujer y se fueron rápidamente, de nuevo a la tierra, por el mismo camino por el que él había llegado. Finalmente llegaron a Winchester, a su misma propia ciudad, pero nadie lo pudo conocer.
Por miedo de ser reconocido, el no osó ir más allá que al final de la torre y ahí, como si fuera un pobre juglar, encontró refugio para él y su mujer con un mendigo. Pidió noticias de esa tierra y quien la tenía. El pobre mendigo le contó cada detalle, que diez años antes la reina fue raptaba por las hadas, y que el rey había ido al exilio, nadie sabía a donde, y que el senescal custodiaba la tierra, y muchas otras cosas también.
En la mañana, cerca del mediodía, hizo quedarse a su mujer donde estaba, Orfeo pidió prestadas ropas del mendigo, se colgó su arpa a la espalda y entró en la ciudad que ansiaba ver. Condes y barones, damas y burgueses lo miraron asom-brados: “¡Qué largo es el cabello que le cuelga; su barba alcanza sus rodillas! ¡Está seco como una rama!”
En la calle, como iba derecho, encontró a su senescal y ruidosamente le gritó: “Señor senescal, tened piedad de mí. Soy un arpista venido del brezal. Ayudadme ahora en esta miseria”.
El senescal respondió: “ven conmigo. De cual-quier cosa que tenga, tendrás una parte. Cualquier buen arpista es bienvenido por amor de mi señor, sir Orfeo”.
En el castillo, el senescal se sentó a la mesa y muchos señores se sentaron también con él. Tromperos y timbaleros, arpistas y vihuelistas tocaron mucha música. Oyéndolos, Orfeo se sentó en silencio en el salón. Cuando el último de ellos hubo acabado, él tomó su arpa, la templó, y entonces de su arpa sacó las más dulces notas que hombre alguno oyera. Cada uno amó esa música.
El senescal lo miró y reconoció el arpa, “¡juglar!” –gritó–, “¿dónde y cómo conseguiste esa arpa? Te ruego que me lo digas sin tardanza”.
“Señor, en una tierra desco-nocida, en una ocasión paseaba por en medio de la floresta y ahí, en una cañada, encontré a un hombre, des-garrado en pedazos por los leones y comido por los agudos colmillos de los lobos. Con él, también encontré esta arpa. Diez años hace de eso”.
–“¡Oh, desdichado de mí!” –se lamentó el senes-cal– “ese era mi señor sir Orfeo. ¿Qué podría hacer? ¡Qué infeliz soy, ahora que he perdido a un señor como él! ¡Ay¡, ¡qué de ninguna manera hubiera nacido yo! ¡Ay de él, por su dura pérdida y su infeliz muerte!”. Cayó a tierra desmayándose. Sus barones lo levan-taron y le preguntaron que hacer.
– “Siempre ha sido así, no hay remedio para la muerte”.
El rey Orfeo supo entonces que su senescal era un leal hombre y que lo amaba, como él necesariamente también lo hacía. Irguiéndose, el rey habló lealmente: “Senescal, escucha esto ahora. Yo soy el leal rey Orfeo y he sufrido mucho en la foresta, y he ganado a mi reina, y la he traído de la tierra hádica a los límites de la ciudad y la he dejado con un mendigo y he venido aquí, pobremente vestido, a probar tu buen proceder, y encontré tu lealtad. Nunca deberás sentirlo. Con toda certeza, tú serás rey después de mí. Pero si te hubieras alegrado de mi muerte, esta vez hubieras perdido tu oficio”.
Entonces todos quienes estaban sentados ahí reconocieron que era el rey Orfeo. El senescal golpeó sobre la mesa y cayó a sus pies. Y también cada señor, y con una sola voz gritaron “Tú eres nuestro señor, sire, y nuestro rey”. Regocijándose, lo llevaron a una cámara, lo bañaron, le afeitaron la barba y lo ataviaron como a un rey, para verlo todos. Con una gran procesión y toda suerte de música, ellos condujeron a la reina a la ciudad. Señores, qué de música tocaron y cuanto lloraron de alegría al ver a los dos completamente a salvo y sanos. El rey Orfeo fue nuevamente coronado con su reina Heurodis. Largo tiempo vivieron, y enseguida el senescal fue hecho rey.
 Los arpistas bretones oyeron este cuento de maravillas e hicieron de él un hermoso lay. Lo nombraron con el nombre del rey y lo llamaron Orfeo. Noble es el lay y su música dulce.
Así como sir Orfeo triunfó de sus pesares, Dios nos dé a todos nosotros un buen viaje.
Amén.