Ir en busca de las leyendas casi
siempre nos obliga a cruzar el mar, subir montañas, atravesar desfiladeros o
llegar al fin del Mundo. Para llegar al país del Rey Arturo es necesario hacer
todo esto. Sin embargo, cuando por fin me detengo frente al castillo de
Tintagel y veo su acantilado, adivino la Cueva de Merlín y respiro un aire que,
más que a sal sabe a magia, constato que cruzar el Atlántico, subir y bajar las colinas de
Cornualles, sufrir el vertiginoso puente de madera del castillo y haber llegado a Finis Terre valieron la pena.
¿Puede el paisaje cincelar el
carácter de los pueblos y sus mitos? Si es así, entiendo porque historias como
las de Arturo, Tristán e Iseo, Merlín y Avalón fueron creadas por los celtas –el
pueblo de Finis Terre–, que vieron
como refugio liminal de su raza a este país verde y de costas de granito,
azotado por vientos helados y último punto de la tierra antes de que el mar la
venza y se extienda tan impenetrable y poético como el Otro Mundo.
Todo debería comenzar en
Tintagel. En el emplazamiento del castillo hay algunas ruinas de la época
normanda que se asientan sobre un promontorio rodeado por mar y que permiten
reconocer por qué las historias hacen de Tintagel un castillo inexpugnable y
encantado, construido por gigantes y capaz de desvanecerse con la niebla.
Tintagel fue el castillo al que el duque Gorlois de Cornualles llevó a su bella
esposa Ygerna para ponerla a salvo de las intenciones eróticas del rey Úter
Pendragón y poder así hacerle la guerra con tranquilidad. La lucha se alargó y
Úter, desesperado, pidió la ayuda de Merlín. El mago consiguió romper el cerco
con un engaño: dotó al rey con la apariencia de Gorlois y así sus propios
enemigos le franquearon el paso y entró a Tintagel. Ygerna, engañada también
por el hechizo de Merlín, le dio la bienvenida en su lecho. Esa noche, y en
este lugar, fue engendrado Arturo de Bretaña.
Tintagel por sí mismo es capaz de
dar vida a una leyenda y justifica cualquier travesía; aunque para llegar aquí
fuera necesario un viaje en avión a Londres, otro en tren a Swindon y después
un camión a Marlborough –la villa de Merlín– y otro para visitar los
gigantescos monolitos de Stonehenge que, a pesar de que los arqueólogos no
avalen la propuesta, sabemos fueron traídos desde Irlanda por el mago y Úter
Pendragón.
Después sigo la ruta a Cornualles.
Sé que en seis horas se puede hacer el recorrido en tren desde Londres a
Penzance, ¿pero quién podría perderse el Círculo de los Gigantes?; sé también que
puede llegarse por avión de Londres a Newquay y de ahí hay sólo una hora en
auto a Tintagel, pero ¿se puede llegar casi al confín de la Tierra y no pararse
en el límite?
Llego a St. Austell. Es una
escala para visitar Castel Dore, el castillo del rey Marc, esposo de Iseo la
Rubia y tío de Tristán de Leonís. Tristán e Iseo son “los amantes de
Cornualles” y Castel Dore y sus alrededores están llenos de referencias a los personajes
de la más hermosa leyenda de “amor y muerte” que haya creado Occidente. Además,
Marc también fue señor de Tintagel.
Penzance es una buena base desde
donde emprender varios recorridos por una costa plagada de pueblos de
pescadores y leyendas; uno que puede ir de las sardinas y los pasteles de
costra gruesa a las historias. Desde ahí se puede tomar un transbordador al
Monte St. Michel, monasterio del siglo V que se une a tierra firme por una
calzada de piedra y arena que desaparece con la marea y le da esa cualidad
mágica de flotar como un recuerdo sobre el mar. También de Penzance, pero de vuelta
hacia el Oeste, la ruta de las hadas, se puede ir a Land’s End. Por el camino, cercano
a Mousehole, está el peñón de Merlín. La ruta corre directa a Finis Terre. La tierra se va acabando, y
también los árboles, los matorrales y las hierbas y, por fin, deja de ser verde
para convertirse en tierra de plomo salado que ya se hermana con el mar. Desde
esta frontera hay que ver el horizonte, recordar que el Otro Mundo (mundo de
hadas y de muertos) está al Oeste, y que lo que hay más allá de este punto no
son sólo las Islas Scilly, son también el islote de Arturo y los de los
gigantes. O tan sólo se puede observar el mar y recordar que aquí estaba la
legendaria Lyonnese, la tierra de Tristán que fue barrida por las aguas de un
diluvio no universal.
Todo regreso desde el fin del
mundo es nostálgico. Para combatir la sensación de pérdida me apresuro al Bodmin
Moor. Me dicen que la ruta de la costa norte es hermosa, blanca y rica y que
los acantilados y minas de granito forman un paisaje maravilloso, no lo sé. Pero
sí sé que de Bodmin se puede llegar, en auto y con un nudo en la garganta, a la
ribera del Camel. Escenario de la batalla donde llegó a su fin el reino que
debía ser eterno, aquella en la que murieron Arturo, Mordred, los caballeros de
la Tabla Redonda y la utopía de un mundo mejor y más justo. Junto al puente Slaughter
hay una piedra conocida como “la tumba de Arturo”. Cerca está Dozmary Pool,
donde descansa Excálibur. La espada del poder, símbolo del destino glorioso de
Arturo, no podía sobrevivir a su caída y volvió a las aguas y a la Dama Hada que
la habían dejado salir para ayudar a forjar el reinado del rey que fue y que
será. El rey durmiente que descansa en Avalón, pero que regresará para ayudar a
Bretaña cuando ésta más lo necesite.
La leyenda artúrica se cierra con
un eco de esperanza. Es por eso que termino mi recorrido de Cornualles en
Tintagel y no en Dozmary Pool. Porque aquí, tras un breve aguacero y con la luz
dorada del atardecer el castillo amenaza con desvanecerse y no volver sino
hasta dentro de seis meses. Porque aquí empezó todo y es importante ver caer la
noche en un lugar que promete un día nuevo, aunque éste sea en el Otro Mundo.
De Tintagel hay que volver a
Londres, pero en la ruta aún queda Glanstonbury (a veces identificada con la
cristalina isla de Avalón). El viaje de seis horas en tren lo vale. En la
abadía hay otra tumba de Arturo, una que tuvo una lápida y otra historia.