domingo, 23 de abril de 2017

ARTURO Y LOS PLANTAGENÊT



Elinor de Aquitania, siglo XII
Del confuso bagaje de historias y tradiciones que hablaban sobre un oscuro jefe guerrero de la temprana Edad Media hubo quienes construyeron una leyenda. Aún ahora hay quien sostiene discusiones sobre su existencia y otros que niegan toda posibilidad de que haya existido. Pero, más allá de estas discusiones, sólo puede decirse que lo que en verdad importa, más que la existencia probada de un Arturo histórico, es admirar la creación y las características del gran héroe en que se convirtió el Arturo literario, personaje épico y novelesco, ennoblecido, magnificado, idealizado, soñado y completa y absolutamente más real que cualquier Arturo histórico que haya existido. Y si en la leyenda Arturo se entremezcla con el misterio y sus orígenes pueden estar ocultos, la historia de su fama es un problema menos terrible.


En el origen de toda narración está la aventura, el deseo de comunicar las vicisitudes vividas o imaginadas, de narrar la experiencia que ha cimentado nuestra identidad. En el caso de la historia del Rey Arturo, esta afirmación es doblemente cierta, no sólo se hace evidente la necesidad de contar la aventura ocurri­da, sino que parece necesario vivir la aventura para contarla; la aventura es lo que define al caballero, y éste es la imagen del héroe guerrero que personifica las virtudes mejores de la sociedad que creó el roman: las cortes feudales del siglo xii.

Siglo de aventuras reales e intelectuales, el xii marca la consoli­dación de lo que había sido un estamento revolto­so en una catego­ría humana que va a encarnar altos ideales que ya no pertene­cen sólo a sus miembros. La caballería, merced a un largo proceso de evolución técnica, social, moral y emocional acaecida a todo lo largo de la Edad Media, por fin estaba a la par que amenazada por los nuevos cambios sociales que terminarán por acabar con su mundo lista para encarnar los máximos ideales de su sociedad y por fin, más allá de la realidad, había encontra­do un significado que dignificará sus aspira­ciones y la convirtió en el más alto anhelo al que podía aspirar su mundo. Así, cada caballe­ro busca con afán la aventura parti­cular que dotará de signifi­cado, validez y dignidad a su grupo, su reino o su dama, pero sobre todo a sí mismo; aventura que sólo se consolidará tras ser narrada, tras ser presentada ante la corte para quedar grabada en las memorias y poder ser contada una y otra vez; así se logrará el encomio propio y aprovecha­miento ajeno. El caballero hará de la aventura su modo de vida y su manera de relacionar­se con la realidad y la aventura poco a poco devendrá de la prueba en el premio.


Aventuras maravillosas y mágicas, múltiples aventuras reservadas sólo para el mejor caballero del mundo serán contadas para regocijo y entretenimiento de una sociedad más refinada que aprecia y exige algo más que meros relatos de hechos de armas y sombrías hazañas épicas en las que no cabe el amor y no hay lugar para el gozo. Así, el roman medieval fue pro­duc­to de las cortes más refinadas de la Francia del Renaci­miento del siglo xii, aquéllas en las que el caballero se convirtió de mero guerrero en un glorioso personaje dueño de todas las virtu­des. Fue el reflejo privilegiado de cortes en las que, llegado el momento de disfrutar de un ocio más elaborado y cómodo, la vida empezó a ser semejante a la literatu­ra.

Lugares como la corte norman­da-angevina de Enrique II de Inglate­rra y Aliénor de Aquitania, su esposa. Es probable que la fama del rey Arturo en este momento tuvieran en el fondo un sustento ideoló­gico muy claro: la exalta­ción de la dinastía Plantagenêt. A mediados del siglo xii; los Plantagenêt estaban necesitados de literatura que no sólo apoyara sus pretensio­nes, sino que legitimara sus orígenes. La posi­ción de Enrique al casarse con la famosa Aliénor de Aquitania era bastan­te difícil: hijo del aventure­ro conde Godo­fredo Planta­genêt, debió luchar para ser rey de Ingla­terra contra diferentes faccio­nes que sostenían en el trono a Étienne de Blois, oponién­dose a los derechos de la emperatriz Matilde, madre de Enrique, y también, por otra parte, contra Godofredo “el trampo­so”, su hermano menor, que alimenta­ba ambi­ciones sobre el condado de Anjou. Sin embargo, culto e inteli­gente mecenas, com­pren­dió, en medio de las luchas por el poder y la consolidación, que la fuerza no era lo único necesa­rio para dominar y se dedicó a una empresa que demostró ser más durade­ra que su frágil imperio: la legitimación de su dinastía mediante la herencia del rey Arturo. Esta relación de los angevinos con el rey Arturo, y la reivindicación de un glorioso y mítico imperio britón, no solamente impulsó las aspira­ciones de Enrique al trono inglés, sino que se convir­tió en una de las armas con que los Plantagenêt lucha­ron eficazmente contra el poder real de Luis VII y Felipe Augusto, capetos, pero soste­nidos por el recuerdo de la gloria de Carlo­magno.
Roman de Brut


En la corte angevina fue donde el laborar de múltiples historiadores y cronistas tejió, en francés, inglés o latín, la historia gloriosa de los duques de Normandía y su papel como continuadores del reino mítico de Arturo. Fue en su seno donde se dignificó el estatus real de Arturo y desde donde éste se elevó como el máximo rey de la cristiandad, oponiendo su mundo de cortesía y aventuras a una realidad que se le presentaba a los caballeros como cada vez más sórdida e insostenible.
Maria de France


En un mundo donde los reyes eran modestos, tacaños y deseo­sos de despojar de privilegios a sus vasallos, capaces de otorgar poder y privilegios a los habitantes de las incipientes ciudades y tomar como consejeros a burgueses y mercaderes, las más bri­llantes cortes votaron decidi­damente por una literatura en la que la visión del mundo era su ideal, uno en el que el rey debe destacar por su generosi­dad y cortesía, y su ámbito debe estar reservado a los caballeros, lejos del alcance de los villanos y sus pobres ambiciones, y de los burgueses y su sucia codicia. Al “derecho de sangre” de reyes semejantes, los vasallos más podero­sos opusieron el derecho de los hechos, las hazañas y la fama persona­les; y optaron por avalar y alabar una literatura en la que la figura regia es un referente lejano y nebuloso a la par que está llena de grandeza y en la que las hazañas y los premios son asunto de sus caballeros.


lunes, 17 de abril de 2017

LOS ORÍGENES DE ARTURO




Permanece el misterio de cómo un oscuro caudillo romano o celta un dux bellorum (Nennius dixit, quizá haciendo traducción de un viejo término celta "jefe de guerra") que capitaneó a un grupo de britanos y, tal vez, organizó a los clanes de la Isla de Bretaña para oponerse a la invasión anglosajona llegó a convertirse en el más prestigioso monarca del Occidente medieval, en el rey perfecto, capaz de rivalizar con la gloria de Carlomagno y el recuerdo dorado de Alejandro Magno; en el gran caudillo de la Cristian­dad y el único rival que pudo resistir el poder de Roma. Igualmente, puede resultar desconcertante imaginar cómo fue que los oscuros compañeros de correrías de Artorius (el oso) o los hombres de Ambrosius Aurelianus se convirtieron en esos deslumbrantes caballeros, modelo y parangón de todas las virtudes a las que aspiró el hombre de la Edad Media.

Contestar la pregunta de si existió realmente Arturo es algo que tal vez nunca pueda hacerse satisfactoriamente. Si hubo un Arturo histórico éste pertenece a finales del siglo V o principios del VI, época bastante oscura y de la que no conservamos demasiados testimonios; período en el que el rey Vortigern permitió la entrada de anglos y sajones a la Isla de Bretaña y que propició que se iniciara la invasión que algunos caudillos locales trataron de frenar. El nombre, la identidad, las fechas, no las tenemos, pues la primera vez que se menciona a Arturo en un texto historiográfico es en la Historia Brittonum del monje galés Nennius, de siglo IX; es decir, pasaron más de trescientos años antes de que el hecho histórico, si lo hubo, fuera registrado.


La primera vez que el nombre de Arturo aparece en algún documento literario es en la Vita Santae Columbae (comienzos del siglo VIII), donde la santa predice al caudillo Artorius su muerte en combate. Sin embargo, hay que esperar a Nennius para que, hacia el año 830, se mencionen las doce batallas de Arturo contra los sajones y su triunfo definitivo en Mons Badonicus (Monte Badón), donde perecen miles de sajones. En este texto Arturo no es un rey, sino un dux bellorum, un caudillo guerrero, que, aunque siempre ganó sus batallas, no pudo impedir la invasión sajona ya que estos siempre recibían nuevos refuerzos del continente. Parece muy difícil que Nennius haya creado de la nada a Arturo, es posible que para narrar sus hechos se basara en algunos textos galeses de tradición oral en los que la figura de Arturo se cantaba como la el último gran jefe que resistiera a los odiados opresores. Y es casi seguro que la última batalla, la de monte Badón, sea un hecho histórico registrado cuyo recuerdo perduró entre los bretones como la última victoria conseguida antes de la supremacía sajona. Sobre la batalla de Badón otros historiadores dan noticia, aunque ninguno de ellos menciona a Arturo: Gildas, en su De Excidio et conquestu Britanniae (ca. 560) y el venerable Beda, en la Historia Ecclesiastica Gentis Anglorum (731), éste último, al recordar la batalla de Monte Badón, sitúa a la cabeza de la resistencia contra los sajones a Ambrosius Aurelianus, guerrero de ascendencia romana.

 Un poco más tarde, en Los Annales Cambriae (siglo X), se registra que el famoso enfrentamiento tuvo lugar hacia 516;  pero el dato importantes es que es en los Annales donde se menciona por primera vez la batalla de Camlann, y se añade que en ella murieron Arturo y Medrawt, que bien puede ser Mordred. Al parecer la leyenda ya tenía todos los elementos que después se hicieron famosos. Como ya había aparecido en Nennius, Arturo  se presenta cargando una imagen religiosa (la virgen María en Nennius, una Cruz aquí) que le ayuda a vencer a sus oponentes. Este rasgo es buen indicador de la propaganda religiosa que estaba aprovechando la fama del caudillo, pero también muestra como Arturo ya era considerado un pilar de la Cristiandad.


A comienzos del siglo XII, en la Gesta Regum Anglorum, Guillermo de Malmesbury cuenta la historia de Arturo basándose en Nennius, pero tratando de conciliar su versión con la de Gildas y Beda, también critica las fábulas que se han inventado sobre Arturo, dando así testimonio de la existencia de éstas. Tal vez una de ellas sea la que se recoge en la Vita Gildae de Caradoc de Llancarvan (antes de 1136), donde se narra cómo Melvas, rey del País de verano, raptó a Guennuvar, la mujer de Arturo y la llevó a su castillo de cristal (Glastonbury). Tras larga búsqueda y asedio, Arturo, con ayuda del abad de Glastonbury recupera a Ginebra. Como puede observarse, se trata, en líneas generales, de la misma historia que relata El caballero de la carreta de Chrétien de Troyes. Ya se pueden reconocer los hilos de las historias que los novelistas franceses retomarán apenas unos cincuenta años más tarde. Guillermo de Malmesbury, en su intento de dar una versión fiel de la historia, presenta a Arturo como un lugarteniente de Ambrosius Aurelia­nus, recuerda su victoria en Monte Badón y dice que llevaba pintada la imagen de la Virgen en su armadura o su escudo. Guillermo, dando fe del desprecio que tenía por las historias que trasmitían los bardos, se lamenta de que Arturo, quien era digno de ser alabado  por los historiadores, fuera recordado casi únicamente, en fábulas falsas.

Guillermo de Malmesbury, anglonormando, se burla, como casi todos los franceses, de las "bromas de los bretones" sobre el regreso de Arturo. Al parecer estas alusiones al monarca que esperaba en Avalón la oportunidad de regresar a batallar contra los nuevos invasores eran muy populares. En De Miraculis Santae Mariae Laudunensis (ca. 1146), de Hermann de Laon, se menciona que en Cornualles surgió una feroz disputa entre los guardias de una capilla ya que uno de ellos negó que Arturo aún estuviera vivo. El narrador hace hincapié en que tales peleas eran comunes cuando hablaban bretones y franceses. Por otra parte,  Hermann de Laon, cuando dice que se les mostró a algunos canónigos su trono en Devon, se refiere a Arturo llamándolo "rey de los bretones". Así, la figura de Arturo había ido ganando complejidad y títulos conforme pasaba el tiempo: de un oscuro guerrero, vencedor de una batalla apenas  importante se había convertido ya en el rey de la esperanza bretona, en el héroe que algún día regresaría para liberar a su pueblo de los opresores. 



Sin embargo, a pesar de que todos estos testimonios dan fe de la evolución de la leyenda artúrica y de los pasos en que se fue forjando, faltaba la gran obra que culminaría este génesis y perfilaría a Arturo en todas las características y virtudes que se convirtieron en su identidad. Tal función le correspondió a la Historia Regum Britannie, de Geoffrey de Monmouth, pero ese es el material de otra nota.



lunes, 3 de abril de 2017

TRISTÁN E ISEO O LA EMBRIAGUEZ DE AMOR



"Tristán e Isolda compartiendo la poción", John William Waterhouse, 1916
La historia de Tristán e Iseo, una de las más famosas historias de amor que tiene Occidente. Si alguien quisiera contar en pocas líneas la trama tal vez diría: dos jóvenes beben por error un bebedizo mágico y secreto que los liga de tal manera que no les importa, a partir de ese  momento, esfuerzo, dolor o mentira, e incluso arriesgarse al deshonor y la penuria si van a estar juntos. Es decir, en el centro de la historia de estos amantes se en­cuentra ese brebaje enigmático que, más que unir a dos seres, los hace dependientes, con una necesidad enfermiza, del otro.

Brebaje amoroso por excelencia, este filtro ha sufrido diversas inter­pretaciones, algunos autores lo tratan como el verdadero origen de la pasión que une a Tristán e Iseo, otros lo consideran únicamente el detonador de su amor. La diferencia de interpretación ha sido raíz de discusiones sobre la validez de la calificación de "cortés" para algunos de los textos de la histo­ria y, probablemente, sea el elemento que continúa manteniendo viva la leyenda.

 
"Tristán e Iseult", par Maitre Luce, siglo XV


Esta historia esxquisita "de amor y muerte" (De Rougemont, dixit) se conserva en varios textos medievales que pertenecen a diferentes épocas y tradiciones. Es uso generalizado dividir los Tristanes en dos grandes grupos que se han llamado "versión común" y "versión cortés". A la llamada "versión común", o "versión de juglares", pertenecen, entre otros,  trabajos como el de Beroul y Eilhart, la llamada Folie de Berna, los episodios que aparecen en Le donnei des amants, y se ha dicho que los distintos textos del roman en prosa. Estas obras son considera­das como aquellas que más fielmente conservan rasgos arcaicos de la historia, las que mejor reflejan el verdadero sentido de la materia tristaniana y aquellas que han trasmitido con mayor fidelidad el conflicto y la trama originales.

La "versión cortés" de la historia se encuentra representada, sobre todo, por el texto de Thomas y los que derivan de él: la Tristrams Saga noruega, el Tristan und Isolt de Gottfried von Strassburg, la Folie de Oxford y el inglés Sir Tristem. Tales escritos se distinguen por la atención que prestan a la vida interior del personaje, el análisis psicológico de las acciones que (en Thomas y Gottfried sobre todo) produce momentos de verdadero lirismo.



Así, una de las diferencias más notables entre las dos tradiciones, la "común" y la "cortés", es el tratamiento del filtro, que en la primera tiene un límite en su duración establecida (tres años en Béroul y cuatro en Eilhart), y en la segunda, ilimita­da. Los amantes de Béroul -que repetidamente excusan su pasión apoyándose en el poder de ese bebedizo que le ha robado la voluntad y los coloca en medio de situaciones penosas: " Señores, ya lo habéis oído, el vino que bebieron fue la causa de lo que sufrieron tanto durante largo tiempo”-, contrastan fuertemente con los persona­jes de la "versión cortés", sobre todo los de Gottfried, que, aun sabiendo que su pasión procede del filtro, se lanzan a consumar su amor en la muerte, sin intentar justificar la elección que constituye la acep­tación de su destino. Cuando Marc reconoce la fuerza de su amor y los despide de la corte: “Tristán y su señora Isolda se inclinaron con tristeza comedi­da, con tibio dolor de corazón, ambos ante el rey, su señor, y después ante los miembros de la corte. Los dos fieles compañeros se cogieron rápidamente de la mano y salieron afuera” (trad. de Bernad Diez, p. 316)

Así, no obstante que los valores del mundo cortés no dejan lugar para el derecho natural de ese eros violento e ilógico que parece dominar la historia celta, en la consumación de ese amor trágico, al ser reconocido como acto volitivo, puede encontrarse la más audaz declaración del derecho del individuo a amar por encima de cualquier conveniencia y también la más controvertida crítica a esos valores corteses.

Mientras que en los textos de la versión común el fieltro es una excusa para la pasión que arrolla las convenciones sociales, en las obras de la versión cortés la tragedia se idealiza y profundiza merced a la pintura sicológica, en la que se ahonda en las dudas y debates del amor y la lealtad y que convierten la vida de los amantes y sus cónyuges en un continuo tormento. En la versión cortés de Tristán e Iseo se hace la verdadera historia de "amor y muerte" de la que habla Denis de Rougemont, en la que se exalta el amor‑pasión en su sentido más elevado; una pasión a la vez trágica y que procede de la voluntad, simbolizada por el filtro, pero que sólo puede conducir a la muerte.

Filtro por antonomasia, el loverdrinz, el tranc von minnen, es el brebaje fatal que hunde a quien lo toma en una embria­guez amorosa im­posible de disipar. En la Folie de Oxford se dice: “Es verdad, ebrio estoy a causa de una bebida” y “Bebimos de la misma copa: vos bebisteis y yo bebí. Ebrio he estado desde entonces. Mala borrachera ha sido que me ha costado tan cara”.



Este loverdrinz, creación de la madre de Iseo, la reina de Irlanda, es también el símbolo de la fatali­dad del amor; posee la fuerza pasional que ciega a los amantes y la fuerza psíquica que los nutre de recursos. Es vinz herbé, vino y yerbas, pero yerbas recogidas a la hora propicia y mezcladas con el debido arte, "... estaba pensada y escogida con tanta inteligen­cia" (G. de Strasburgo, p. 229) que en lugar de ser un vino inocuo era capaz de hacer "que cualquiera que la bebiera en unión con otra persona, sintiera lo que sintiera por ésta, la amaría por encima de todas las cosas, sucediéndole a ella lo mismo." (p. 229)

Siendo así, estando ebrios los amantes, ¿puede entonces existir amor cortés? Quizás no, pero, sea cual sea el papel del filtro, causa que disculpa los crímenes, mera excusa o símbolo, es el corazón de la leyenda. El filtro amoroso, que bien podría corresponder al geis celta aparece en todos los textos de la materia, y debe ser parte muy importante en toda interpretación que se pretenda sobre esta historia. El papel del loverdrinz  es el de ser a la vez elíxir de vida y veneno de olvido, filtro de amor y muerte; beberlo es beber la fuerza suficiente para desear y el olvido necesario para trai­cionar.



Gracias al filtro, la pasión de Tristán e Iseo es un desafío a las leyes del mundo cortés, tan es así que la muerte de los protagonistas se dibuja como una victoria de ese mundo sobre el amor anarquista; pero con el surgimiento, sobre sus tumbas, de las plantas que perpetúan la imagen de los amantes, se convierte en un símbolo del poder del amor. Utilizan­do este motivo folclórico que aparece en distintas baladas y romances se crea una hermosa alegoría del amor más poderoso que la muerte. 

"Tristán e Isolda", Herbert Draper